La importancia de la jerarquía
La doctrina católica enseña que Dios creó el universo con un orden jerárquico, sobre el cual Él es la autoridad suprema.
La doctrina católica y el modernismo, como se ha mostrado, entienden el concepto de verdad de modo muy distinto. La primera defiende la primacía de la realidad objetiva de Dios y el segundo promueve la expresión subjetiva de opiniones personales. Esta definición divergente de la verdad también ha dado origen a dos opiniones contradictorias sobre cómo se debe gobernar la Iglesia.
La doctrina católica enseña que Dios creó el universo con un orden jerárquico, sobre el cual Él es la autoridad suprema. Del mismo modo, Dios, en la persona divina de Jesucristo, estableció Su única verdadera Iglesia, sobre la que Él mismo puso a Pedro y a sus sucesores como cabeza suprema. Tradicionalmente estos sucesores, los papas, han ejercido una jurisdicción inmediata y sin intermediarios sobre cada miembro de la Iglesia. En cuestiones morales, doctrinales y disciplinarias, lo que dice el papa es definitivo, ya que habla con la autoridad directa de Cristo. Del mismo modo, los obispos, como sucesores de los demás Apóstoles, también reciben su poder de Dios y ejercen la autoridad religiosa suprema en sus respectivas diócesis, sujetos únicamente a la intervención extraordinaria del papa.
Amenaza a una estructura jerárquica clara
En cambio, el concepto modernista de la colegialidad religiosa –derivado de una mala interpretación de la libertad y los derechos individuales– amenaza esta clara estructura jerárquica. Insiste en que un proceso democrático estricto debe gobernar a la Iglesia en todo momento. Consiguientemente, el papa es libre de dar su opinión, pero a sus cardenales y obispos siempre se les debe permitir expresar también sus propias opiniones. Del mismo modo, un obispo en su diócesis debe consultar a todos sus sacerdotes y respetar sus puntos de vista, e igualmente cada párroco debe consultar de a todos sus feligreses. Según el modernismo, ésta es la única manera de preservar los derechos y la libertad individuales e inviolables de cada persona. Por lo tanto, todo el mundo debe aprender a comunicarse y a hacer concesiones, incluso el papa. Una devoción tan firme al debate y a la discusión oculta gravemente la naturaleza jerárquica que Dios quiso dar a su Iglesia y obstaculiza innecesariamente las acciones de sus dirigentes.
La verdadera noción de colegialidad
La doctrina católica siempre ha valorado la colegialidad, pero en un sentido muy diferente del que propone propuesto por el modernismo. Todos los católicos, especialmente los sacerdotes y los obispos, están unidos por un compromiso común con las verdades divinas y la salvación de las almas. En este sentido todos los católicos son colegas que buscan la mayor gloria de Dios en todas las cosas. Mientras estos dos objetivos principales –el amor a Dios y al prójimo– se respeten, los católicos trabajarán unidos y en armonía, aunque tengan diferentes responsabilidades y lleven a cabo diferentes tareas. Sin embargo, esta verdadera noción de colegialidad no siempre requiere un largo debate antes de tomar cualquier decisión, pues los católicos –mientras estén comprometidos ante todo con la fe– preservan la unidad y la armonía en todas sus diferentes actividades. Tal es la esencia de la colegialidad católica.
El respeto y la distinción clara
Desde luego, el papa y los obispos deben hacer consultas entre sí, y con sus compañeros sacerdotes y laicos cuando se requiere, pero no están obligados a hacerlo en los casos en los que tal deliberación sería inconveniente, improductiva o innecesaria. Por otra parte, la Iglesia ha convocado bastantes concilios durante su larga historia, pero los papas han guiado principalmente tales concilios, y cada obispo ha sido responsable directamente de poner en aplicación toda resolución subsiguiente en su respectiva diócesis. Por lo tanto, la colegialidad, cuando se observa correctamente, mantiene el debido respeto y una distinción clara entre todos los diferentes miembros de la jerarquía de la Iglesia, al tiempo que preserva su compromiso común de enseñar y defender las verdades esenciales de la fe.