Mitte operarios in messem tuam.
Envía obreros a tu mies.
Queridos fieles, amigos y benefactores:
Dentro de pocos días comenzará un nuevo año jubilar para la Iglesia. Espero que muchos de nosotros nos encontremos en Roma el próximo 20 de agosto. Allí, por supuesto, daremos testimonio de nuestra fe: una fe recibida de la Iglesia a través de su Tradición, una fe viva que a su vez tenemos el deber de transmitir tal como la hemos recibido, libre de todo compromiso con el espíritu del mundo.
Que este jubileo sea también un testimonio de esperanza, sobre todo respecto al futuro de la Iglesia y su indefectibilidad. En efecto, si estamos profundamente apegados a la Roma de siempre, también debemos tener la preocupación intrínseca por la Iglesia del mañana. Es cierto que conocemos la promesa de Cristo según la cual permanecerá con la Iglesia hasta el fin de los tiempos, a pesar de los asaltos del infierno. Pero debemos comprender que esta promesa implica necesariamente nuestra participación: Nuestro Señor cuenta con nuestros esfuerzos, impulsados y fecundados por su gracia, para garantizar la indefectibilidad de la Iglesia.
¿Cuáles son concretamente estos esfuerzos que Nuestro Señor espera de nosotros para asegurar el futuro de la Iglesia? Podemos resumirlos en nuestra labor común para suscitar muchas y santas vocaciones, tanto religiosas como sacerdotales. Los santos y los papas nunca dejaron de recordarlo: un pueblo solo es santo gracias a un clero santo, y una civilización solo vuelve a ser cristiana en la medida en que es fecundada por religiosos santos. Preocuparse por la Iglesia del mañana significa hacer todo lo que está en nuestras manos para ayudar al florecimiento, formación y perseverancia de estas vocaciones.
Testigos heroicos de Cristo
¿Quién podrá explicar con suficiente detalle lo que deben ser los sacerdotes, los religiosos y las religiosas del mañana? Monseñor Lefebvre lo expresa sucintamente durante una charla a sus seminaristas:
“Los tiempos actuales son tiempos de heroísmo. Esta época en la que todo parece desvanecerse en la estructura de la sociedad, e incluso en la estructura de la Iglesia, no es para almas tibias que se rinden ante los problemas o las dudas que circulan por el mundo, incluso sobre la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, y aún en la misma Iglesia católica. Es el tiempo de los que creen en Nuestro Señor Jesucristo, de quienes creen que Nuestro Señor Jesucristo, a través de su Cruz, ha dado la solución a todos los problemas personales de nuestra vida[1]”.
Lo que la situación de nuestro mundo exige es una generación de sacerdotes, religiosos y religiosas que dé testimonio de Nuestro Señor Jesucristo, a menudo contra viento y marea; una generación que dé testimonio a nuestro mundo agonizante de la omnipotencia redentora que se encuentra en Jesucristo, y solo en Él; que dé testimonio de ello a través de sus palabras, sin miedos ni rodeos, y más aún mediante una vida vivida siguiendo su ejemplo y en su amor; una generación donde cada uno, a su manera, sea una “imagen viva del Salvador”, según la expresión de Pío XII[2].
Una luz para el mundo
Hay quienes pueden sentirse asustados por las tempestades que estremecen al mundo, y que lo sacuden tanto más cuanto más se aleja de Dios. Con Nuestro Señor, que tranquilizó los corazones de sus apóstoles incluso antes de apaciguar las olas, quisiéramos decirles: No temáis[3]. ¿Acaso el poder de la tempestad no muestra el poder aún mayor del faro, que nunca deja de brillar, guiándonos a buen puerto?
Yo soy la luz del mundo[4]. Siguiendo las huellas de Cristo, la Iglesia también lo es. También lo serán sus ministros y religiosos, si permanecen cimentados y arraigados en la caridad, si Cristo habita en sus corazones por la fe[5]. Podrán decir entonces con San Pablo: Porque persuadido estoy de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni cosas presentes, ni cosas futuras… ni ninguna otra creatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Jesucristo Nuestro Señor[6].
Así, lejos de asustarse por las tinieblas, las vencerán con la luz de la que son portadores. Desde la humilde aula donde enseña la religiosa, hasta el púlpito donde predica el sacerdote, a través de ellos la Iglesia seguirá fortaleciendo a las almas, enderezando los corazones e iluminando el mundo. Desde el silencioso claustro hasta la oscuridad del confesionario, la Iglesia derramará la paz de Cristo en abundancia sobre las almas, y luego sobre las Ciudades. Porque no hay duda: nuestro mundo, cada día más enmarañado en su lógica autodestructiva, está sediento de esta luz, compuesta de verdad y de caridad.
“Ve, y repara mi Iglesia en ruinas”: así habló Cristo crucificado al joven Francisco de Asís. Para difundir esta luz divina sobre un mundo en tinieblas, para comunicar a las almas la vida de Nuestro Señor, necesitamos almas dispuestas a dar testimonio de la verdad[7], ya sea ante el sumo sacerdote o ante Pilatos. Ciertamente el humo de Satanás ha penetrado en la Iglesia, donde el diablo divisor se hace pasar por ángel de luz[8]. Pero no nos equivoquemos: los graves excesos doctrinales y morales de los hombres de la Iglesia, en plena decadencia, anuncian la muerte tarde o temprana de la utopía modernista.
Una milicia resplandeciente
Así pues la victoria de Cristo y del Corazón Inmaculado de María se realizará a través del resplandor de la vida consagrada, vivida plena e íntegramente, y por tanto a través de una santa milicia de vocaciones sacerdotales y religiosas, que elijan dejarlo todo para seguir a Nuestro Señor.
Estos testigos heroicos y radiantes necesitarán, por supuesto, una gran fortaleza de alma y grandes virtudes: animados por un espíritu de fe tan firme como profundo, deberán ser incapaces de transigir con el mal y el error, y al mismo tiempo estar rebosantes de mansedumbre y caridad.
Estos conquistadores solo triunfarán si están encendidos en el amor de Cristo, abrasados de celo y enteramente dedicados al bien de la Iglesia. Monseñor Lefebvre lo recordaba a sus seminaristas: “Tendrán que ser héroes, santos y mártires; mártires como testigos de la fe católica. Recibirán reproches por doquier, pero, apoyados en el ejemplo de aquellos que dieron su vida y su sangre por su fe, apoyados en el ejemplo de la Santísima Virgen María y con su auxilio, llevarán a cabo esta obra para su santificación y la santificación de las almas[9].
Esta es la nueva generación de sacerdotes, religiosos y religiosas que debe surgir, y sin la cual la Providencia carecerá de instrumentos para llevar a cabo su obra de salvación. ¿Cómo se puede lograr esto?
Un don que debemos pedir a Dios
Como sabemos, pues la misma palabra lo indica, la vocación es un don de Dios. Solo Dios llama: Nadie puede arrogarse esta dignidad; sino que tiene que ser llamado por Dios[10]. Solo Dios infunde su gracia en las almas, y una vocación religiosa o sacerdotal es una gracia muy especial, una gracia de elección.
Sin embargo, es necesario pedir esta gracia. Tal don depende de nuestra oración. El Señor nos lo recuerda: La mies es abundante, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies[11]. Cuanto más insigne es un don, más insistente debe ser la oración. ¿Es así nuestra oración por las vocaciones? Es de temer que a veces pasamos más tiempo lamentando el mal que implorando a Dios los remedios... Si estamos verdaderamente convencidos de que solo las vocaciones santas restaurarán la Iglesia, y por tanto el mundo, si de verdad queremos que la obra de la Redención de Nuestro Señor triunfe nuevamente en nuestro tiempo, no podemos sino pedir cada vez con mayor insistencia y perseverancia vocaciones santas, multiplicando así nuestras súplicas.
Como los justos del Antiguo Testamento que anhelaban con ansia la venida del Salvador, así nosotros debemos rogar al Cielo que envíe a nuestro tiempo “reflejos del amor de Dios”, “imágenes vivas de Cristo”, es decir, nuevos Franciscos de Asís o Padres Pío, nuevas Teresas de Ávila o Catalinas de Siena, y muchos sacerdotes santos que dispensen a las almas “la perla más preciosa, es decir, las inagotables riquezas de la Sangre de Jesucristo[12]”.
Esta es ciertamente la petición más urgente para nuestro tiempo. Sabemos que Dios no abandonará a su Iglesia, y que quiere dar a nuestra época los santos que necesita: pero solo lo hará en la medida en que lo pidamos con tanta insistencia como humildad. Esta es precisamente la esperanza y la oración que deseamos llevar a Roma con motivo del Jubileo, y por eso el tema que hemos elegido para nuestra peregrinación es: “Mitte operarios in messem tuam. Envía obreros a tu mies[13].
Una legión por nacer
Sin embargo, no queremos confinar tal causa únicamente a estas horas de oración jubilar. Al contrario, deseamos que esta preocupación por las vocaciones esté presente en todos nosotros durante los años venideros: por supuesto, en nuestra oración, en primer lugar, pero también en el celo que cada uno de nosotros desplegará con este fin. Porque todos tenemos el deber de trabajar por esta causa: los sacerdotes, desde luego, con su ejemplo y su entusiasmo sobrenatural; pero también los padres y las madres de familia, pues de su celo para el desarrollo y la santificación de sus hogares dependen las vocaciones del mañana, a tal grado que la familia profundamente cristiana es, en palabras de Pío XI, “el jardín primero y más natural donde deben germinar y abrirse como espontáneamente las vocaciones[14]”. Retomaremos más adelante estas reflexiones con mayor profundidad en las próximas cartas que les enviaremos.
No nos engañemos: estamos iniciando una obra que se extenderá durante años. Por eso queremos ponerla particularmente bajo la protección de Nuestra Señora de los Siete Dolores. Por el Fiat de la Anunciación, su seno virginal se convirtió en la primera catedral donde el Verbo, asumiendo nuestra naturaleza, recibió la unción que lo convirtió en el Consagrado de Dios e instauró el nuevo sacerdocio... Luego, al pie de la Cruz, Jesús confió al Corazón Doloroso e Inmaculado de María el sacerdocio de San Juan, estableciéndola como Madre, por medio del Apóstol amado, de todos los sacerdotes. Asimismo, por su compasión, en los dolores del Calvario que unió íntimamente a los sufrimientos de su divino Hijo, Nuestra Señora engendró a la Iglesia de ayer, de hoy y de mañana.
A Ella, pues, debemos dirigir nuestras apremiantes oraciones. Implorémosle con confianza que nos conceda las vocaciones que tanto necesitamos. Más concretamente, recurramos sin descanso al arma del Santo Rosario. A lo largo de este año jubilar, que comenzará el 24 de diciembre y concluirá el 6 de enero de 2026, elevemos al Cielo una súplica continua de fervientes rosarios por las vocaciones. No los contaremos porque no queremos limitar su número; pero esperamos la participación de todos y cada uno para consagrar este año santo al rezo fecundo del rosario. Contamos, en particular, con la oración y el sacrificio de los niños de nuestras familias y de nuestras escuelas, y exhortamos a sus educadores a hacer todo lo posible para suscitar la generosidad en estos niños.
El 20 de agosto, pondremos solemnemente a los pies de Nuestra Señora esta incalculable cantidad de rosarios y sacrificios, como un tributo de gratitud y humilde confianza en el poder de su intercesión maternal. Trabajemos, bajo su guía, por el florecimiento de las santas vocaciones que constituirán la santidad de la Iglesia del mañana.
Les deseo a ustedes y a sus familias una Santa Navidad.
Que Dios los bendiga.
Menzingen, 20 de diciembre de 2024
Don Davide Pagliarani, Superior General
[1] Homilía, Écône, 7 de enero de 1973.
[2] Enc. Menti Nostræ.
[3] Jn 6, 20.
[4] Jn 8, 12.
[5] Cf. Ef., 3, 17.
[6] Rom., 8, 38-39.
[7] Jn 18, 37.
[8] 2 Co 11, 14.
[9] Homilía, Écône, 21 de mayo de 1983.
[10] Heb 5, 4.
[11] Mt 9, 37-38.
[12] Pío XII, enc. Menti Nostræ.
[13] Missale Romanum, Misa para pedir vocaciones sacerdotales.
[14] Enc. Ad Catholici sacerdotii.