Fiducia supplicans: una Iglesia sinodal que escucha al mundo

Don Davide Pagliarani, Superior General de la Fraternidad San Pío X, XVII Congreso de Teología del Courrier de Rome, París, 13 de enero de 2024.


«ESTA IGLESIA SINODAL ES UNA IGLESIA QUE PRETENDE ESCUCHAR A TODOS, CON LOS PIES ARRAIGADOS EN LOS SENTIMIENTOS DEL PUEBLO DE DIOS: ¡EN REALIDAD, ES

UTÓPICA Y MILENARISTA!»


Ahora nos corresponde ofrecer una síntesis, y expresar la posición de la Fraternidad frente a todas las realidades promovidas por la “Iglesia sinodal”.

Intentaremos, en primer lugar, ordenar estos diferentes elementos, en particular en lo que respecta al reciente documento Fiducia supplicans, que ya ha hecho correr mucha tinta. Debemos situar este evento en su lugar. ¿Por qué se ha llegado a esto? ¿Qué significa? El papel de la Fraternidad no puede limitarse a una reacción inmediata e instintiva: nuestro deber es profundizar lo más posible nuestra comprensión de lo que está en juego en este texto. Si nuestro análisis carece de profundidad, corremos el riesgo de caer en el mismo error de algunos que reducen la cuestión de Fiducia supplicans a una excentricidad personal del Papa Francisco, pero sin llegar a explicar la extravagancia.

Otras reacciones a Fiducia supplicans reducen la cuestión de las bendiciones a un asunto de oportunidad: esta iniciativa sería inoportuna en ciertos contextos culturales, especialmente en África. La realidad es todavía un poco más compleja... Todas estas reacciones son bien recibidas, son positivas porque manifiestan que todavía existe una cierta capacidad de reacción; pero la Fraternidad debe ir más allá. Así que echemos una mirada retrospectiva con respecto a la agitación mediática.

I - Un pontificado que corresponde a las expectativas del mundo moderno

Fiducia supplicans no es, en sentido estricto, un acta sinodal, sino un acta producida por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe y firmada por el mismo Papa. Sin embargo, es un documento que responde a lo que se mencionó en múltiples ocasiones durante la preparación del propio sínodo. Se trata, pues, efectivamente de una respuesta a una expectativa actual y sinodal.

Esta “Iglesia sinodal”, que intentamos definir, es una Iglesia que escucha a todos los hombres: las periferias, la base, todo el mundo, en el sentido más amplio del término… una Iglesia que escucha “al mundo” como tal. Es, por tanto, una Iglesia que muestra una nueva sensibilidad y una nueva voluntad de ir al encuentro del mundo. 

De hecho, este pontificado responde, cada vez más perfectamente, a las expectativas y exigencias del mundo contemporáneo, y más precisamente del mundo “político”, en el sentido profundo del término. En efecto, por un lado, este pontificado corresponde a una visión política que hoy es común y universalmente compartida. Por otra parte, también se adapta a los métodos de una política que quiere crear una nueva organización social y que, hay que reconocerlo, ya ha triunfado en gran medida. Ahora bien, ¿por qué es tan importante la presencia de los representantes de la Iglesia en esta reorganización del mundo?

No es la primera vez que se observa este proceso: cuando hay nuevos principios, cuando se quiere construir una nueva sociedad y reorganizarla, es necesario que una institución religiosa sacralice esos mismos principios. Esto es muy evidente y corresponde a una necesidad arraigada en el corazón humano. El hombre, en lo más profundo de sí mismo, siempre mantendrá un trasfondo religioso. Necesita creer en algo y, por tanto, sacralizar incluso aquello que, en el fondo, no tiene nada de sagrado. Es una necesidad muchas veces inconsciente, pero que está arraigada en la naturaleza del hombre. ¿Por qué? Porque el hombre fue creado para Dios. Y ni siquiera la Revolución puede cambiar la naturaleza humana.

Por tanto, tarde o temprano, lo sagrado se impone para proporcionar una dimensión trascendente a aquello en lo que se cree, a los principios que se consideran fundamentales. Se puede ver esto claramente en la historia, entre los Antiguos, que sacralizaban todo lo que era importante para ellos: sacralizaban el poder, la fuerza, el fuego, la tierra, la fertilidad. Mucho más cercano a nosotros, la Revolución llamada “francesa”, la Revolución liberal, hizo lo mismo: por ser fundamentalmente laica, llevó a cabo un rechazo total del pasado, una desacralización de todo lo que formaba parte de la antigua organización, de la religión… pero al mismo tiempo quiso sacralizar, en cierto modo, la razón humana. Tomemos también como ejemplo la Declaración de los Derechos Humanos. Todos los días se hacen declaraciones, especialmente en nuestra época. Se las recuerda durante algunas semanas, en el mejor de los casos, pero no tienen un alcance eterno. En cambio, la Declaración de los Derechos Humanos parece haber dejado su huella en la historia para siempre. ¿Por qué? Porque no es una simple declaración: es un verdadero Credo. La Declaración de los Derechos Humanos está redactada con la solemnidad de un Credo. Responde a esta exigencia religiosa de sacralizar los nuevos principios, los nuevos dogmas sobre los que se decidió construir la sociedad contemporánea. Podríamos multiplicar los ejemplos.

¿Y qué hace el Papa? ¿Qué hace la Iglesia hoy? Van en la misma dirección. Sacralizan aquello que es fundamental para el mundo actual. Citemos solo algunos ejemplos. Sabemos que el Papa predica y enseña la ecología. Esta nueva teología “ecológica” va más allá de cuestiones de conveniencia, puramente ligadas a un momento histórico. Se trata de una nueva moral, predicada a todo el mundo, una moral transversal propuesta incluso a los ateos. ¿Por qué? Porque se debe respetar esta Casa Común – a la que nosotros llamamos “creación” –, que salió de las manos de Dios, pero que en sí misma, independientemente de la forma en que la concibamos y la llamemos, es la Casa Común de todo el mundo. Se trata de un carácter religioso, un sello religioso, impreso sobre una predicación y una demanda insistente del mundo político actual. La Iglesia interviene dando este sello religioso que, como hemos visto, responde a una necesidad muy real. 

Citemos otro ejemplo: la insistencia en la necesidad de la desjerarquización, de abandonar una visión jerárquica de la sociedad y una visión jerárquica de la Iglesia. Ahora se aboga por una sociedad donde el poder ya no sea jerárquico, donde esté repartido, redistribuido. De ahí la autoridad compartida, la lucha contra el clericalismo, la emancipación de la mujer – un tema que están en la agenda desde hace bastante tiempo: la Iglesia quiere que, incluso dentro de su estructura jerárquica de gobierno, las mujeres tengan su propio lugar. Todo ello en contra de un patriarcado tradicional, considerado la causa sistémica e institucionalizada de una serie de abusos de poder a lo largo de la historia. Y, entre estos valores modernos, que son propuestos a todo el mundo, pero a la Iglesia de forma particular para que los sacralice, se encuentra la agenda LGBT. Esta última forma parte de estos “valores”. Estamos siendo testigos de la instauración de una sensibilidad sinodal que inevitablemente debe conformarse a la sensibilidad del momento, también en este último punto.


El Papa sacraliza aquello que es fundamental para el mundo actual. Fiducia supplicans responde a una exigencia política.


Al mismo tiempo, otro aspecto llama nuestra atención. La Iglesia es consciente de que ha perdido su credibilidad, por diversas razones históricas, y, en consecuencia, su influencia. En este escenario, cree que es necesario predicar lo que está “de moda” para seguir siendo creíble. Y es inevitable: habiendo perdido de vista la dimensión sobrenatural de su lucha y de su misión en el mundo, la Iglesia queda acomplejada frente al mundo, ante el cual ha perdido prestigio y credibilidad. Por tanto, buscará otros medios para intentar conservar su credibilidad. Y para ser entendida por este mundo, hablará el mismo idioma que él. Un gran engaño, porque la Iglesia no está hecha para eso, no está hecha para permanecer en esta perspectiva horizontal. Eso es un hecho evidente por sí mismo.

Aquí ya podemos sacar una primera conclusión, que nos permite situar adecuadamente Fiducia supplicans. ¿Por qué ha tenido que pasar esto? Bueno, paradójicamente, porque el mundo secular sigue necesitando de la Iglesia, de ese carácter religioso que solo la Iglesia puede dar. Y, por otro lado, porque esta Iglesia, que ha perdido su credibilidad, paradójicamente sigue necesitando del mundo. Esta doble necesidad ha creado una verdadera simbiosis, una sinergia en este ámbito político. Fiducia supplicans responde a una exigencia política del momento.

II - ¿Qué significa adaptarse a la sensibilidad política moderna?

Abramos aquí un paréntesis filosófico para llegar al núcleo del problema. Esta perspectiva política moderna está supeditada al pensamiento moderno: es el reflejo, la imagen del pensamiento moderno. Y el pensamiento moderno parte de una categoría fundamental que es una novedad: la conciencia, individual o colectiva. A partir de la conciencia, el hombre moderno reconstruirá primero su pensamiento y luego el mundo que lo rodea, este mundo al que también la Iglesia tendrá que adaptarse.

Sin embargo, poner la conciencia como principio y fundamento de todo lo demás significa utilizar un principio disociado de la realidad, de una realidad que, en todo caso, pierde su primacía sobre las inteligencias. Al hacer esto, queda obsoleta la idea de que existe un orden objetivo que debemos comprender y al cual debemos conformarnos. No, el hombre es quien establece este orden, la conciencia lo descubre en sí misma. Y es a partir de esta idea, que el hombre reconstruye el mundo a su alrededor: esta es la política moderna, en el sentido amplio del término.

En otras palabras, ya no hay una finalidad, una perfección que estaría en el orden de las cosas. La felicidad del hombre o de la sociedad ya no es una finalidad recibida, conforme a su naturaleza. Este orden externo de las cosas ya no corresponde a lo que la conciencia definirá en lo sucesivo, es decir, el nuevo principio de un nuevo orden en el mundo. Por tanto, ya no hay finalidad ni perfección en consonancia con el orden objetivo de las cosas.

En consecuencia, encontraremos en la política moderna cuatro características, inseparables, que encontraremos paralelamente en la Iglesia del Papa Francisco, en la Iglesia sinodal.

En primer lugar, la política moderna es ideológica. Es ideológica en el sentido de que reemplaza la realidad con la libre representación que la conciencia ha hecho. Es evidente: la ideología acompaña cada expresión de la política moderna. Detrás de cada partido no hay una comprensión de la realidad objetiva, sino una ideología subjetivista.

Como segunda característica, la política moderna es autodeterminista. Esta es la consecuencia inevitable: ella decide por sí misma lo que debe ser, lo que el hombre debe ser. Construye por sí misma un plan y un proyecto, sin basarse en la realidad, sino a partir de un análisis de la realidad.

Tercera característica: la política moderna es totalitaria. Detrás de la imagen de “libertad” –la “liberación” que se ha exhibido durante siglos, especialmente desde la revolución liberal– la política moderna es totalitaria, porque es la realidad la que debe adaptarse a ella, aunque tenga que ser forzada. Se coloca sobre la realidad concreta una idea que ha sido concebida en la conciencia individual o colectiva, y entonces se fuerza la realidad. De aquí surgen los totalitarismos. Vivimos en un mundo totalitario: hay ideas que se incrustan en la realidad, y que la fuerzan en una dirección u otra.

Cuarta característica: es convencional, no se basa en el orden natural, sino en un orden convencional: la conciencia decide y elige arbitrariamente lo que es bueno, lo que hay que perseguir, sin que sea comprendido ni acogido a partir de lo real. 

Si bien estas cuatro características de la política moderna no son nuevas, es interesante observar cómo se aplican a la Iglesia sinodal en particular.

Pero antes de ver esta aplicación, debemos comprender que frente a esta modernidad, la Iglesia no puede permanecer indiferente. No existe una tercera posibilidad:

  • o la Iglesia condena la primacía de la conciencia sobre la realidad, sobre la Revelación, y toda la política moderna que de ello resulta;
  • o la Iglesia entra en este sistema.

Este sistema está en todas partes. Esta perspectiva, esta visión de las cosas es omnipresente. No podemos pretender permanecer neutrales, sin exponernos demasiado, sin condenar demasiado, sin intentar discutir, sin intentar ganar algo. ¡No, no! ¿Qué hizo la Iglesia hasta antes del Concilio? Condenó este sistema. Hoy, la Iglesia entra en este sistema, lo hace suyo y lo bendice. Es importante que comprendamos esto.

Esta Iglesia sinodal es, a su manera, ideológica. Se crean necesidades pastorales que existen solo en la mente de quien las concibe; la doctrina ya no se recibe, sino que se produce. Por ejemplo, ¿de verdad creen que hay millones de parejas LGBT en el mundo que piden la bendición de la Iglesia? ¡Claro que no! Pero es importante para la Iglesia hoy, por las razones que acabamos de ver, dar un signo, una garantía. Documentos como Fiducia supplicans tienen un valor político frente al mundo, independientemente de la solicitud real de bendición, de la exigencia pastoral y del número de bendiciones que se darán. Poco importa que haya gente en contra, episcopados enteros que no estén a favor. En última instancia, ¡no importa! Lo que importa es que estos textos fueron producidos y publicados por su significado político.


La Iglesia sinodal es ideológica y totalitaria.


También está el aspecto autodeterminista. Sí, porque la Iglesia ya no es concebida en una estructura inmutable, dada por Dios, con objetivos inmutables, con una misión inmutable. No, es una Iglesia que, según las circunstancias históricas y, sobre todo, según las exigencias del momento, es capaz de revitalizarse y darse una finalidad nueva, susceptible a una evolución constante.

La Iglesia sinodal también es totalitaria. ¿Por qué? Porque se obliga a la Iglesia, como cuerpo social, a adaptarse a principios que no le son connaturales. Se fuerza violentamente la realidad de las cosas. De ahí ciertas reacciones, perfectas o imperfectas, completas o incompletas. Se ha mencionado ya en varias ocasiones una aparente contradicción entre una Iglesia sinodal que escucha –abierta a todos, donde todos pueden hablar, participar, etc. – y al mismo tiempo actos sumamente autoritarios, por parte del Papa Francisco en particular, o por lo menos bajo su pontificado. Esta contradicción ya ha sido mencionada. ¿Cómo resolverla? La respuesta está allí: la Iglesia sinodal es totalitaria. Se incrustan sobre la realidad conceptos e ideas que no le corresponden; y necesariamente, cuando se ejerce violencia, cuando se fuerzan las cosas, se es totalitario: se hace uso de la autoridad para forzar las cosas, pero al mismo tiempo se afirma que todos son escuchados. 

Finalmente, es convencional: es la base sinodal la que, en teoría, sugiere las decisiones del gobierno. Lo que se decide se presenta siempre en estos términos: es todo el pueblo de Dios quien, a través de su sensus fidei, sugiere tal o cual camino a seguir.

Esto debería ser para nosotros una clave interpretativa. Es necesario ver, en las grandes decisiones de este pontificado, el deseo de conformarse lo más posible a los grandes principios del mundo de hoy, y del mundo político, con todo lo que esto puede significar.

III - El sínodo, un instrumento revolucionario

Veamos ahora el sínodo como tal, en este contexto. ¿Tiene el sínodo un papel particular?

No voy a centrarme en el aspecto teológico, doctrinal, según el cual el sínodo es la expresión de la colegialidad, de este deseo de gobernar la Iglesia todos juntos tomando la base como punto de partida.

Además de esto, existe una función práctica, podríamos decir “política”, del sínodo. ¿Qué sentido tiene esta función? Hacer circular ideas que se quieren transmitir, que se quieren transformar en leyes, atribuyéndolas a una expectativa, a una exigencia, a una necesidad del Pueblo de Dios. Y no se puede dejar de responder a lo que todo el mundo parece solicitar dentro de la Iglesia, porque todo esto se atribuye al sensus fidei. Ahora bien, inevitablemente, en todas estas cosas que pide el Pueblo de Dios, encontramos el eco de todo lo que se espera del mundo contemporáneo, así de simple.

Si se lee el documento de trabajo del sínodo, el Instrumentum laboris[1] publicado hace más de un año, ¡allí se encuentra todo! Es un magma, una masa informe donde se encuentra todo y lo contrario de todo. Con tal documento en mano, la autoridad elige lo que le parece más oportuno. "Eso está bien, es el momento, ya ha madurado, la situación está lista, podemos empezar..."


[1] Instrumento de trabajo para la primera sesión del sínodo sobre la sinodalidad (octubre de 2023), “Ensancha el espacio de tu tienda”.


¿Cuál es la consecuencia inevitable de esta forma de actuar? Al decir siempre “sí” a todo y a lo contrario de todo, sin partir de un principio doctrinal, sin partir de la realidad, sino solo escuchando las expectativas de todos, se termina por hacer cosas que están fuera de la realidad.

Hago hincapié en este aspecto de desconexión de la realidad, porque esta Iglesia sinodal es una Iglesia que pretende escuchar a todos, con los pies arraigados en los sentimientos del pueblo de Dios: ¡en realidad, es utópica! La bendición prevista por Fiducia supplicans no es simplemente un error, es una utopía. No tiene sentido. Detrás de ello, está el sueño quimérico de un mundo nuevo, y de una Iglesia completamente nueva que le seguirá los pasos. Hay una especie de milenarismo. Estamos ante una ilusión utópica y milenarista. Fuera de la realidad.

La realidad concreta, la verdadera realidad que la Iglesia está llamada a conocer y predicar, es el Evangelio, el dogma, la Revelación, es Nuestro Señor Jesucristo, la moral cristiana, la lucha contra el pecado. Pero todo esto se convierte, para los reformadores, en una realidad abstracta, que ya no tiene ninguna influencia en la vida concreta. Lo que cuenta en la perspectiva moderna es la conexión con el Pueblo de Dios: esto es considerado como la única realidad concreta, a pesar de todas sus utopías, y se opone radicalmente a todo cuanto es doctrina de la Iglesia; esta última no se niega directamente, sino que se deja de lado, se considera una verdad abstracta.

La Iglesia, atrapada en este sistema, encadenada, hechizada, empantanada en este sistema... la Iglesia necesariamente escucha y trata de satisfacer todas las expectativas de los hombres, sin indicar ninguna finalidad, ninguna perfección última; sin trascendencia, sin bien supremo que alcanzar. ¿Quién habla hoy de la vida eterna?

¡Miren el estado de la Iglesia, que actualmente atraviesa este debate mundial sobre ciertas “bendiciones”! Es bueno que haya reacciones. Pero ya pueden ver a qué punto hemos llegado... Y mientras episcopados enteros debaten si bendecir o no a los homosexuales, ya no se habla del Evangelio, ya no se habla de Nuestro Señor, ya no se habla de la gracia, ya no se habla de la cruz. ¿Por qué? Porque todo esto es abstracto.

La jerarquía de la Iglesia se encuentra hoy en una situación similar a aquella en la que se encontraban los padres de familia después de 1968. Me refiero al padre de familia desalentado, que ya no sabe por qué tiene hijos. Con la crisis de 1968 y todo el deterioro progresivo que siguió, el padre de familia ya no sabe por qué es padre. Ya no sabe para qué debe educar, cuál es la finalidad, la razón... Entonces, ¿qué hace un padre de familia moderno?

En primer lugar, su familia debe mantenerse: porque si no hay una finalidad que alcanzar en la educación, que justifique plenamente el papel del padre y de la madre, la familia corre el riesgo de desintegrarse. Sin embargo, mientras el padre de familia logra mantener a su familia, ve su papel reducido, por la fuerza de las circunstancias, a responder únicamente a exigencias concretas o materiales. El niño tiene hambre, por tanto, hay que proporcionarle alimento; necesita educación, por eso irá a la escuela; necesita hacer deporte, necesita ir al médico, necesita ropa… y luego ya no se sabe para qué se hace todo esto. En lugar de indicar una finalidad, se responde a exigencias, buenas o malas, pero que no dejan de ser circunstanciales. Es terrible.

La Iglesia sinodal corresponde a esta paternidad reducida y discapacitada del padre de familia después de 1968. Y la mayoría de las veces, ¿qué piden los hijos? No necesariamente educación, sino cosas que corresponden a caprichos.

IV - Fiducia supplicans: una historia antigua

Con estas consideraciones, acabamos de situar en su justo lugar esta posibilidad de bendecir a las parejas irregulares o del mismo sexo. Consideremos este acontecimiento reciente como perteneciente a una historia más antigua. Esto es lo importante para nosotros: el debilitamiento de la Iglesia bajo la presión cotidiana.

¿De dónde viene esta presión? ¿Por qué esta presión es tan fuerte? Es necesario comprender el alcance de esta presión sobre la Iglesia, comprender la gravedad de lo que la Iglesia ha decidido.

Recordemos siempre este principio: la Revolución, por definición, destruye un orden establecido. Estoy hablando aquí de Revolución con R mayúscula, en el sentido más amplio del término, que engloba todas las revoluciones posibles. La Revolución destruye todo orden, y para lograrlo debe destruir toda distinción: porque sin distinción ya no hay orden posible.

¿Por qué hay orden en una familia, por ejemplo? En una familia hay orden porque hay distinciones. El padre no es la madre, no es el abuelo, no es el niño, no es el hijo ni la hija: el padre es padre, y no otra cosa. La madre es madre, y no otra cosa. Cada uno debe hacer lo que le corresponde, y en la familia existe un orden naturalmente establecido, que permite a la familia alcanzar su objetivo.

Puesto que la Revolución destruye todo orden, debe destruir toda distinción: no solo a nivel de la familia, sino a nivel de toda la sociedad. Pero ¿por qué este empeño en destruir? Intentemos ver estos principios teológicamente. ¿Por qué la Revolución necesita destruir toda distinción?

Porque todas las distinciones, de una forma u otra, derivan o conducen a la distinción más fundamental: la que existe entre lo humano y lo divino, entre Dios y el hombre. La primera revolución comienza con Lucifer, que no acepta la distinción que existe entre él y Dios. Todo el esfuerzo del modernismo, que mezcla lo sobrenatural y lo natural, es una manifestación de esta revolución. La conciencia humana divinizada, es otra forma de suprimir esta distinción fundamental: a través de ella, el hombre se convierte en el principio del bien y del mal, el principio de lo verdadero y de lo falso.

En esta perspectiva, toda distinción tradicional, vinculada al sentido común, debe ser suprimida, porque es un rastro de la distinción fundamental que hemos mencionado, un eco de la distinción primera y última entre el hombre y Dios: estas distinciones forman parte integral de un orden rechazado, y que debe ser reconsiderado por completo. Muy a menudo se interviene en el lenguaje: se prohíben ciertas expresiones, ciertas palabras ya no pueden ser utilizadas, se las sataniza, especialmente cuando se trata de términos que expresan distinciones tradicionales.

Tomemos un ejemplo muy concreto: las distinciones tradicionales entre maestro y alumno, patrón y trabajador, padres e hijos, sacerdotes y laicos, las distinciones entre los diferentes pueblos, entre los diferentes credos religiosos... Estas distinciones se suprimen o se replantean. Se hace hincapié en aquello que los hombres tienen en común: la tierra, la Casa Común, la dignidad del hombre, los derechos humanos, etc.


Reconstruir este orden destruido por el pecado, por la Revolución que es su eco en la historia: esa es la misión de la Iglesia, la razón de la Encarnación.


Pero concretamente, ¿cuál es la distinción última que debe ser destruida? ¿La distinción más arraigada en la naturaleza física del hombre y de los animales? ¿La que salió directamente de las manos de Dios el día de la creación? ¿Cuál es esta distinción? Los creó varón y hembra[2]. Dios creó a los animales macho y hembra. Hombre y mujer: esta distinción es la más inmediata, la más evidente. Y a esta distinción se vinculan funciones muy específicas, roles bien determinados.

Si se suprime esta distinción, o si el mundo ya no puede entenderla, intenten explicar la belleza de la paternidad, que es la emanación, la aplicación aquí en la tierra de la autoridad de Dios. Es muy hermoso, es un concepto que ha sido revelado, es San Pablo quien lo subraya. Un padre de familia que concibe su misión como una extensión de la de Dios sobre la creación, es algo muy noble... Pero todo esto se vuelve incomprensible y debe ser destruido. Se quiere llegar a una humanidad donde ya no se entienda quién es hombre y mujer, varón y hembra. Se quiere suprimir esta distinción, al menos en las mentes.

Es por tanto un proceso que ha recorrido un largo camino, que tiene un motivo muy concreto. Hay que entenderlo con todos sus entresijos y pormenores. Detrás de todo esto hay una voluntad que es diabólica. En el sentido teológico y profundo del término. Fue Satanás el primero que rechazó esta distinción: él quiere que todos, sin excepción, sigan el mismo camino: “Seréis como Dios[3]”.


[2] Gn 1, 27-28: “Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; los creó varón y hembra. Les dio su bendición, y les dijo: ‘Creced y multiplicaos, y henchid la tierra, y enseñoreaos de ella; y dominad a los peces del mar y a las aves del cielo y a todos los animales que se mueven sobre la tierra’”.

Mt 19, 4: “Él, respondiendo, les dijo: ‘¿No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo?’”.

Mc 10, 6: “Pero al principio de la creación, varón y hembra los hizo Dios”.

[3] Gn 3, 4-5: “Dijo entonces la serpiente a la mujer: ‘¡Oh, ciertamente que no moriréis! Sabe, empero, Dios que en cualquier tiempo que comiereis de él, se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, conocedores de todo, del bien y del mal’”.

Y la supresión de todas estas distinciones, especialmente la última, conduce a la autodestrucción de la humanidad. Una humanidad donde ya no hay padre, ni madre, porque ya no se sabe qué es un padre, una madre, un hombre o una mujer, es una civilización que está destinada a extinguirse. No puede continuar. ¿Por qué? Porque Satanás es homicida. Desde el principio, intentó engañar al hombre para hacerlo perecer. Y lo consiguió. Hoy todos deben aceptar estos principios, y la supresión de estas distinciones, por supuesto con matices, con tolerancias, porque hay que ocultar hábilmente el juego. Hoy todos están obligados a aceptar, de un modo u otro, la supresión de estas distinciones y, por tanto, del orden que suponen.

Ahora bien, ¿por qué sucedió la Encarnación? ¿Por qué existe la Iglesia? ¿Cuál es el papel de la Iglesia? ¿Cuál es el papel del Papa? Justamente combatir esto. Recordar cuáles son las distinciones: la primera, entre el hombre y Dios, y todas las que de ella resultan, todo lo que de ella se deriva. Reconstruir este orden destruido por el pecado, por la Revolución que es su eco en la historia: esa es la misión de la Iglesia, la razón de la Encarnación.

Pero ¿qué hacen los hombres de la Iglesia? No solo avanzan en la misma dirección que el mundo contemporáneo, sino que hoy dan su bendición. Es aquí donde comprendemos el alcance de la gravedad de Fiducia supplicans. Es importante que cada uno de nosotros haga un esfuerzo por comprender el problema que está sucediendo hoy. La agenda está allí. Poco importa si esta bendición se da o no puntualmente, porque no es el momento, quizás más tarde, quizás no en África... el problema es mucho más grave. Los hombres de la Iglesia bendijeron esto. ¿Cómo explicarlo?

V - ¿El Papa Francisco es el único responsable?

Era necesario llegar a esto. Nos escandaliza, pero no nos sorprende demasiado. ¿Por qué era necesario llegar a esto? Porque la moral es hija del dogma, hija de la fe, y no al revés. Yo defino mis reglas de conducta con base en lo que yo creo que es el hombre, Dios, el alma, el pecado, la redención. Con base en lo que yo creo que es verdad, estableceré mis reglas de conducta.

Tomemos el ejemplo de la libertad religiosa, la expresión más sorprendente del error moderno, de la decadencia del dogma y de la fe. La libertad religiosa se ha predicado durante sesenta años, desde el Concilio. ¿Qué es lo que se desea? Si cada uno tiene la posibilidad de elegir a su Dios, de elegir su propia idea de Dios, o ninguna idea de Dios, a fortiori elegirá las reglas de su comportamiento, su moral, y elegirá lo que quiere ser. Elegirá si quiere cambiar y ser otro, si no está contento con lo que el buen Dios le ha dado o con la forma en que lo ha creado (según ideas extrañas sobre la ley natural, por ejemplo). ¿Por qué no? Si es posible que cada uno elija su propio Dios, su propia religión -es la Iglesia la que ahora enseña esto-, a fortiori se puede elegir algo completamente diferente, puedo elegir con quién quiero vivir, y con quién formaré una familia, o una especie de familia.


Si cada uno tiene la posibilidad de elegir a su Dios, a fortiori elegirá lo que quiere ser.


El ecumenismo es otro ejemplo. ¿Qué es el ecumenismo? ¡El libertinaje entre las religiones! Y, por lo tanto, necesariamente, si uno está imbuido de este espíritu, tarde o temprano seguirá el libertinaje de las costumbres. La moral es hija del dogma. El dogma ha sido destruido desde hace mucho tiempo. Era imprescindible sacar las conclusiones. Y el Papa Francisco lo hace de forma bastante lógica. Pero el problema no empezó con él.

Este es el papel de la Fraternidad. Ir a las causas, ir a los principios, volver a los principios.

VI - Un signo de los tiempos

¿Existen elementos, en este marco, que son propios de esta crisis de la Iglesia, que estamos viviendo? De hecho, hay algo nuevo, que hay que reconocer.

Solo mencionaré una cosa: la ceguera del espíritu. Vivimos en un momento en el que los hombres de la Iglesia están cegados. Ya ni siquiera tienen la inquietud de preguntarse si están en continuidad o discontinuidad con la Tradición, para resolver ciertas cuestiones... Todo esto ya ha quedado obsoleto. Es la ceguera más total. Es el peor de los castigos. La ceguera del espíritu es un castigo de Dios. Es la respuesta de Dios que se retira, que retira su luz. Es la respuesta de Dios que permanece en silencio.

¿Por qué? Porque durante sesenta años no se le ha escuchado. Entonces Dios se retira y muestra a todos los hombres de buena voluntad lo que sucede sin él; muestra lo que sucede cuando se retira. Es el castigo de quien se deja absorber por el mundo, de quien busca constantemente la comodidad que ofrece el mundo, y, sobre todo, la comodidad con el mundo mismo. Tarde o temprano se vuelve ciego. El mundo ciega con sus sutilezas. El mundo ciega el espíritu y destruye la voluntad. Es inevitable: o condenamos todo lo malo que hay en el mundo, o nos dejamos atrapar, y tarde o temprano nos volvemos ciegos. 

De ahí sigue la pérdida total del sentido sobrenatural, del juicio recto; y no solo del juicio sobre las realidades sobrenaturales, sobre la Trinidad, sobre la Redención… No, aquí lo que se está perdiendo es el juicio incluso sobre las realidades naturales. Ya no hay capacidad de comprender las distinciones más elementales y evidentes que están inscritas en la naturaleza humana. Ya no hay capacidad de defenderlas por lo que significan: es verdaderamente la ceguera del espíritu.

Sesenta años de errores, caos, mentiras. Sesenta años de debilidad ante el mundo. A esto es a lo que conduce. Esto es lo que se bendice.

VII - De la primacía de la conciencia a la primacía de Cristo Rey

¿Hay alguna solución?

¡Sí! La primera es creer en la gracia.

Esta preocupación por agradar al mundo, este miedo a contradecirlo, proviene de una visión puramente natural, puramente política de las cosas. Por eso insisto en este término. Es una visión puramente humana, una visión en la que la gracia ya no interesa. Está excluida. ¡Ya no se cree en ella! 

Y el mundo contemporáneo seguirá caminando necesariamente en la dirección adoptada, porque no hay ningún elemento sobrenatural capaz de cambiarlo. No tiene la gracia. No hay redención capaz de renovar este mundo. De ahora en adelante, la redención tiene otro significado.

Es necesario creer en la gracia.

Y la otra solución que va de la mano de la primera, que es consecuencia de nuestra fe en la gracia, es una solución en la que Monseñor Lefebvre insistía en cada oportunidad, en cada sermón. Es la quintaesencia del tesoro que nos heredó. Es una solución muy sencilla, siempre que se entienda correctamente y nos consagremos totalmente a ella.

La solución es Cristo Rey.

Debemos volver a Cristo Rey.

Hemos visto que efectivamente se trata de un problema político, que afecta al mundo y que afecta a la Iglesia.

Volver a Cristo Rey.

Rey de las inteligencias, en primer lugar. Rey de los espíritus. El único capaz de iluminar de forma sobrenatural y natural. Hemos visto cómo, si perdemos la luz sobrenatural, tarde o temprano perdemos la luz sobre las cosas naturales más evidentes.

Rey de los corazones. Rey del verdadero amor, de la verdadera caridad. Esto es lo que hace falta. Todo el mundo habla de amor, pero si perdemos la noción de caridad, si perdemos la noción de redención, si perdemos la noción de Dios, vemos cómo la palabra "amor", incluso dentro de la Iglesia, puede adquirir significados escandalosos. Se llama amor a lo que no es amor. Se bendice el amor, ¡qué clase de amor!


Cristo Rey no es una idea abstracta. No es un sueño. No es una quimera. Este es el único medio dado a la Iglesia para restaurar todas las cosas.


Rey de las inteligencias, rey de los corazones, de la verdadera caridad... y rey ​​de las naciones. Se puede ver la inconsistencia de todos estos falsos principios bendecidos por la Iglesia, frente a las consecuencias, los resultados: el mundo nunca ha estado en una situación tan catastrófica. El mundo está en guerra... y no hay nadie en la Iglesia que diga que la solución se encuentra en Cristo Rey. ¿Por qué? Porque han perdido la luz sobrenatural, y con ella, la luz natural.

La cuestión de la paz, el problema político en el sentido más noble de la palabra, incluye una visión del hombre, de la historia, incluye un programa. Y en nuestra situación, en la situación actual de la Iglesia, se comprende aún mejor la primacía de Cristo Rey; se comprende mejor a qué se debe el abandono de esta doctrina, de este dogma, de este principio... vemos a donde ha conducido todo esto: a la destrucción de todo orden, en la Iglesia y en el mundo.

Cristo Rey no es una idea abstracta. No es un sueño. No es una quimera. Este es el único medio dado a la Iglesia para restaurar todas las cosas. Y solo le es dado a la Iglesia; esta es la paradoja que le resulta incomprensible, puesto que la Iglesia quiere estar no solo en el mundo sino ser del mundo. Cristo Rey es el medio que solo la Iglesia puede comprender y ofrecer a los hombres. Es su tesoro. Es la quintaesencia de su doctrina social. A ella precisamente le fue confiada la realeza de Cristo. Solo ella puede predicarla y hacerla fructificar. Solo a través de la Iglesia, el Rey de reyes puede reinar sobre los hombres, Aquel que es el Camino, la Verdad, la Vida[4].


[4] Cf. Jn 14, 6.